Vivir bajo promesas

Cada que hacemos una promesa tenemos que ser responsables al decirla. Pero, todavía más importante: cada que escuchamos una promesa tenemos que ser responsables de considerarla.

Aún recuerdo aquel día de agosto de 1982. Vivía en Piedras Negras, Coahuila, y asistía a la primaria del Colegio México. Después de un día lleno de retos en clases de español, matemáticas, ciencias naturales y sociales, al volver a casa encontré a mi papá queriendo destruir el televisor; sus puños en el aire me dejaron ver una pelea que estaba en pleno clímax.

Lolita Ayala anunciaba la devaluación; el tipo de cambio se había ido de 27 a 38 pesos por dólar (devaluándose aún más en los subsecuentes días). “Como perro, como perro dijiste que defenderías el peso”, gritaba mi papá haciendo alusión a la promesa que López Portillo le había hecho a los mexicanos poco más de un año antes de esa devaluación, que sería la segunda importante de ese trágico 1982. Ahora era mi papá al que, como perro con rabia, le “salía espuma” por la boca del coraje.

Mi papá había cambiado dos días antes unos dólares por pesos, dólares que le habían pagado por un terreno y que por varios meses había guardado celosamente en moneda estadounidense. Él había pensado, ingenuamente, en meter el dinero al banco mexicano, puesto que le ofrecía más intereses que el banco estadounidense.

Sin embargo, en el mediano plazo requeriría ese dinero para comprar material en Estados Unidos, del cual ahora sólo podría comprar menos de la mitad de lo planeado. Mi papá, como tantos otros, había creído en la promesa del presidente en turno.

Vivir bajo las promesas de los políticos, incluso de los estadistas económicos de organismos internacionales, nos ha demostrado, una y otra vez, que es un error. La gran pregunta es: ¿por qué lo seguimos haciendo?

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